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miércoles, 6 de julio de 2011 13:39




Pero, en el mismo instante en que era arrastrado escaleras abajo hacia el fétido olor de las cloacas, volvió a notar el contacto de los dedos firmes y delicados de su nuevo amo y, en el cuello, el roce de unos labios fríos y tiernos que nunca jamás le harían daño, y aquel mortal e irresistible primer beso.
Amor y amor y amor en el beso del vampiro. Un amor que bañó a Armand, que le limpió, esto es todo, mientras era transportado a la góndola y ésta avanzaba como un gran escarabajo siniestro por el estrecho canal hasta las alcantarillas bajo otra casa.
Ebrio de placer. Ebrio de las manos blancas y sedosas que alisaban su cabello y de la voz que le llamaba hermoso; ebrio del rostro que, en instantes de emoción, se llenaba de expresividad para hacerse luego más sereno y deslumbrante que si fuera de alabastro y joyas. Un rostro como un remanso de agua bajo el claro de luna: un roce, aunque sea con las yemas de los dedos, y toda su vida sale a la superficie, para, a continuación, desvanecerse de nuevo en la quietud.
Ebrio a la luz de la mañana con el recuerdo de esos besos, cuando, a solas, abría una puerta tras otra y descubría libros, mapas y estatuas de granito y de mármol, cuando los otros aprendices le localizaban y le conducían pacientemente a su trabajo para enseñarle a mezclar los colores puros con la yema de huevo y a extender la laca de la yema de huevo sobre los paneles, y para guiarle por el andamio mientras los artistas aplicaban cuidadosas pinceladas en el borde mismo de la enorme escena de sol y nubes, mostrándole aquellos grandes rostros y manos y alas angelicales que sólo podía tocar el pincel del Maestro.
Ebrio cuando se sentaba a la larga mesa con ellos y se atiborraba de deliciosos platos que no había probado hasta entonces y de vino que nunca se agotaba.
Y cayendo dormido finalmente, para despertar en ese momento del crepúsculo en que el Maestro se presentaba junto a la enorme cama, espléndido como un producto de la imaginación con su ropa de terciopelo rojo, su tupida cabellera blanca brillando a la luz de la lámpara y la felicidad más natural e ingenua en sus brillantes ojos azules cobalto. Y el beso mortal.
—Ah, sí, no separarme nunca de ti, sí..., sin miedo.
—Pronto, querido mío, estaremos unidos de verdad.



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Y, al atardecer, de nuevo el palazzo y la entrada del Maestro, el Maestro inclinado con el pincel
sobre la pequeña tabla, trabajando cada vez más deprisa bajo la mirada de los aprendices, entre
horrorizada y fascinada, y el Maestro levantando la vista hacia él y dejando a un lado el pincel y
llevándoselo del enorme estudio mientras los demás seguían trabajando hasta la medianoche, y su rostro
entre las manos del Maestro para recibir, de nuevo a solas en la alcoba, aquel secreto (nunca contárselo
a nadie) beso.

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El muchacho apretado contra su maestro. Esperando el éxtasis del beso. Un secreto oscuro, no
revelado. El Maestro saliendo por la puerta sin ser visto, un rato antes del amanecer.
—Déjame ir contigo, Maestro.
—Pronto, querido mío, mi amor, mi pequeño, cuando seas lo bastante fuerte y alto y haya
desaparecido de ti toda imperfección. Ve ahora y disfruta de todos los placeres que te aguardan, goza del
amor de una mujer durante las próximas noches, y goza también del amor de un hombre. Olvida las
penas que conociste en el burdel y saborea esas cosas mientras te quede tiempo.

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Y rara era la noche que terminaba sin que la figura del Maestro volviera, justo antes de salir el sol, y le
acompañaría muchas veces durante las horas de luz, hasta que, con el crepúsculo, llegara de nuevo el
beso mortal.


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Y una noche, por fin, en las horas de la madrugada en que hasta Venecia duerme:
—Ha llegado el momento, hermoso mío, de que vengas a mí y te conviertas en lo que soy. ¿Es éste tu
deseo?
—Sí.
—Te alimentarás siempre en secreto con la sangre de los malhechores, como yo hago, y guardarás
este secreto hasta el fin de los tiempos.
—Hago la promesa, me entrego, lo deseo..., deseo estar contigo, Maestro mío, para siempre. Tú eres
el creador de todo lo que soy. Nunca ha existido un deseo tan intenso.
El pincel del Maestro señalaba la pintura que se alzaba hasta el techo, por encima de las hileras de
andamios.
—Éste es el único sol que volverás a ver siempre. Pero dispondrás de un milenio de noches para ver
la luz como ningún mortal la ha visto nunca, para arrancar de las lejanas estrellas, como si fueras otro
Prometeo, una iluminación eterna con la cual comprender todas las cosas.






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